Por: Alejandra Inclán
Eres la misión más hermosa que he tenido, desde la vida en la cual te vi nacer. De cuando eras un niño juguetón, tan apegado a mí, dulce y tierno.
Me escuchabas, atendías mis consejos. Fuiste muy fuerte cuando tuve que dejarte a cuidado de otras personas. Comprendiste nuestra encomienda, teniendo la fortaleza y la esperanza para volver a verme.
Años después verte grande. Reencontrarnos y abrazarnos. Como si el tiempo no hubiera pasado. Prometiste cuidarme y estar a mí lado. Y lo acepté dejando que eligieras hacer tu vida en el momento que tú lo quisieras.
Y el día que me fui, estabas junto a mí, diciéndome: <<Te voy a volver a ver y te volveré a proteger>>. Te prometí lo mismo: protegerte y quererte a través del tiempo y en cada una de mis existencias humanas.
Di mi último suspiro y te quedaste triste, pero aferrado a nuestra promesa. Construiste tu vida y fuiste feliz, porque sabías que verte feliz era lo que más amaba. Sonreías siempre que podías mirando al cielo, recordándome, sin tristezas, siempre confiando en nuestra promesa y en la bondad del universo, de Papá, de Abba, de Deus, de Dios…
Y aquí estamos otra vez. Ya no eres un niño. Evolucionaste. En esta nueva existencia te tocó ser mujer, una hermosa mujer. Y yo tuve que buscarme a mí misma para ser y convertirme de nuevo en tu mamá. No naciste de mí, pero nuestros espíritus están unidos por aquella promesa, y aquel amor que nunca se extinguió…